Emilio González Déniz
Cuando me dispongo a cocinar una novela, tengo que combinar dos características difíciles de casar. Por una parte,
me gusta la cocina con sofisticación, estilo y un toque de originalidad; por otra, odio pasar horas de pie
frente a los fogones, me gusta resolver los platos con diligencia. Para conseguir un resultado conveniente, a pesar de la contradicción entre mis gustos y mi método, solo hay un modo de hacerlo:
tener una despensa muy bien surtida, paquetes diversos de productos imperecederos, un congelador hasta
los topes de memoria personal y libresca y de camino a casa llevarme del supermercado de la vida algunos productos del día. A veces se me ocurre una historia y me alargo dándole vueltas antes de cocinarla;
y un buen día sale de golpe, tirando de alacena y frigorífico; otras, casi como una revelación, entro
en la cocina, cojo de aquí y de allá y redondeo un cuento, una novela o un poema.
Nunca he tenido que preguntarme qué voy a cocinar ahora, siempre hay varias opciones que me rondan, y trato
de rematarlas con una menestra de lenguaje lo más eficaz posible y poniendo solo los condimentos estrictamente necesarios;
no me gusta recargar los guisos, es mejor que las sensaciones estallen en el paladar de los comensales.
Bon appétit.
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