Ahora que te has muerto,
sencillamente muerto,
sin que la tarde apague sus rojos de crepúsculo,
sin que el aire te cante,
sin que la casa tenga
aquel sueño de ti, aquellas horas llenas
de ti y de tus sueños,
tus libros y tu mesa.
Esa mesa vacía de pan y tu mano,
esa mesa que sabe de tus sueños perdidos,
donde fueras poniendo el pago de tus días,
los sueños de tus días,
pagados a jornal, robados a ti mismo…
Yo no sé si recuerdas, por los días de lluvia,
esos paseos húmedos por donde te perdías
buscando la paz y la esperanza,
una esperanza honda, desnuda de mañanas,
que nunca te alcanzara.
Qué triste era eras entonces.
La primavera estaba en los ojos azules
de todas las miradas que encontraban tus pasos
y tú no lo sabías. No lo supiste nunca.
No supiste siquiera que eras hombre tan solo,
no miraste a lo hondo de la carne hecha goce;
te pedías lejano por todos los recuerdos,
esos recuerdos grises de páginas de libros,
esos silencios hechos de todos los cobardes.
Te sentías tan triste,
que estaban ya tus ojos hechas muerte temprana.
Solamente tu casa nos decía la vida.
La cortina de seda que cubría las luces
de aquella calle estrecha,
donde fuiste feliz de niño y donde acaso
dejaste por los cielos un gozo de cometas.
Nunca hubo en tus labios una palabra de odio,
ni te ganaron nunca las ideas de lucha,
ni te cercaron nunca, ni supiste siquiera
qué alba naciendo, en esos hombres,
que odiaban tus recuerdos.
Pero hubo heroísmo en tu muerte sencilla.
No te sentiste solo, desnudo de plegarias;
no envidiaste la rosa que nacía en la mano
de aquellos hombres nuevos que buscaban ser libres.
Te sabías tan lleno de ti
que un día te apagaste silencioso y sin nombre.
Ahora que te has muerto…