Soy una mujer honesta aunque haya vendido mi cuerpo durante más de veinte años. Tal vez suene a disculpa freudiana y pisoteada alegar que mi padre fue el culpable de que mi vida se encaminara por turbias veredas en lugar de por aquel camino recto que siempre deseé. Alí Qutayba, que así se llamaba mi padre, era un viejo comerciante árabe, no sé si palestino, egipcio o norteafricano. Nunca hablaba de su pasado, sólo de su llegada a esta ciudad, ya a las puertas de la decrepitud. Tal vez por dinero, se casó con mi madre, una mujer al borde del climaterio que murió al echarme al mundo. En fin, que me crié bajo la mirada atenta y represiva del viejo Alí, dueño entonces de una tienda de souvenirs para los turistas, en la que se vendía sobre todo restos de piedras cristalizadas, pizarras de colores extraños y dioritas adulteradas de color verdoso. Adornaban el escaparate, en medio de encajes de Hong-Kong y bisutería de plata muy aleada, dos enormes geodas y una espectacular rosa del desierto que crecía por reacción química si se la regaba. La joya del escaparate, que no estaba en venta, era una lápida con extrañas inscripciones. Mucho valor no tendría en cuanto que nadie la reclamó para un museo, pero el viejo decía que su material semejaba al de la piedra Roseta y a la diorita del Código de Hammurabi. Diabasa era su nombre geológico, y el de la tienda, y el que yo recibiría como apodo cuando me dedicara a la deshonesta vida que no quería.
El viejo murió y la tienda se vino abajo. Yo creo que mi padre se dedicaba a negocios más turbios que vender piedras a los turistas. Fue entonces, con apenas diecisiete años, cuando apareció mi primo Husaynd y en menos de un mes pasé de la más absoluta miseria a una vida casi regalada en espera del nacimiento de Sora, una niña que llegaría a propiciar el rechazo de su padre, un hombre disperso que – entonces empecé a saberlo – despreciaba a todas las mujeres.
Aunque mi boda con Husaynd fue una necesidad, supe muy pronto que estaba enamorada. Apenas sentí su repudio, me esforcé en agradarle, y él se aprovechaba haciéndome complacer a sus amigos. En pocos meses, Husaynd dejó de interesarse por el trabajo y sobrevivía gracias al dinero que mis encuentros con otros hombres le producían. Pero yo le amaba y sólo deseaba que no se fuera. Un día se marchó, y quise reaccionar como la mujer honesta que soy, pero ya todos me conocían en la ciudad y sólo encontraba trabajo si me ofrecía como la puta Diabasa. Husaynd aparecía de vez en cuando – a veces tardaba años – y Sora empezó a hablar con su nombre en los labios. La niña creció lejos del ambiente de proxenetas, traficantes y ladrones en que yo me movía. Cuando la iba a ver al internado siempre me recibía con cara de fastidio, y enseguida me preguntaba por Husaynd. Las veces que pasaba temporadas conmigo, yo dejaba de trabajar, y veía con horror cómo la niña se interesaba por los hombres, el dinero y las cosas que sólo consiguen los pobres si se apartan del camino recto. Yo soy honesta, si he hecho cosas indecorosas ha sido por amor a Sora y a Husaynd, nunca he deseado pieles, joyas o perfumes, y menos de forma indebida.
Ayer Sora cumplió quince años. Cuando fui a buscarla al internado ya no estaba. La Directora me dijo que se había ido con su padre. Los busqué por toda la ciudad inútilmente. Rendida por el cansancio llegué a casa cuando amanecía y me quedé dormida en el sillón. Me despertó el ruido de las pulseras que Sora agitaba ante mis ojos cerrados. Olía a dinero; detrás de ella, Husaynd sonreía, satisfecho por la felicidad de Sora.
-¿De dónde has sacado esa ropa, ese reloj, ese perfume…?
-…Y este dinero –dijo Sora mientras apiñaba un fajo de billetes entre sus manos-; me los han dado unos amigos de papá.
Comprendí enseguida que Husaynd había vendido a su hija. Pero ella no parecía estar disgustada, al contrario, se la veía muy feliz. Con rabia, le abrí la garganta a Husaynd y le partí en dos el corazón a Sora con el cuchillo grande. No soporta la deshonestidad; Husaynd era un mal hombre y Sora no era de corazón recto como yo; por eso se lo partí, Sora, mi hija, tenía el alma de puta. Por ellos, por las dos únicas personas que he amado, me he visto en el arroyo de la indecencia; a partir de ahora estaré sola y podré dejar de llamarse Diabasa. Nada me impide ser lo que siempre quise: una mujer honesta.