La Despedida
Se lo explicaba todo en aquella carta. –La encontró en la consola de la entrada, al lado del teléfono-. Habían sido demasiadas las ausencias, las disculpas, cada vez menos creíbles, los cansancios nocturnos que siempre postergaban la entrega.
Tal vez fuera la consecuencia lógica de aquellos años de unión casi perfecta, de los innumerables encuentros intensos y agotadores. Lo entendía.
Recuerda cuando decidieron comprar aquel piso frente al puerto.
-¿No crees que está demasiado alto? Sí, ya sé que la vista es magnífica: el puerto, los árboles de la avenida, los tejados de la parte vieja de la ciudad, con sus ya casi insólitas chimeneas; los ruidos del tráfico, apenas perceptibles desde la habitación… Pero ¿y el vértigo o esa posible atracción al vacío de los días solitarios?
Sonrió con cierta incredulidad y miró sus manos que tamborileaban en el respaldo de la silla. Realmente, las ventajas son más poderosas y no le cuesta gran esfuerzo ceder esta vez.
Esa misma semana desocuparon sus pequeños apartamentos y trasladaron los muebles; claro que hubo que deshacerse de alguno y eso motivó alguna discusión sin demasiada importancia.
La primera madrugada los sorprendió despiertos, haciendo planes, ultimando detalles.
Era un 12 de octubre y un intenso olor a mar penetró por el balcón, que había permanecido abierto toda la noche, augurando un nuevo día de bochorno.
Se levantó y, sin ponerse la bata, se dirige a la cocina a preparar un zumo de naranja. Siente que se acerca de puntillas pero finge no oír nada. Luego sus brazos rodean su cintura y acerca su cuerpo desnudo al suyo. Piensa que es un buen comienzo.
Desayunaron en el balcón y tuvo que oír por enésima vez las enormes ventajas que suponía vivir a aquella altura. Asiente, sin convencimiento, con un movimiento de cabeza y una especie de gruñido, mientras intenta masticar un trozo, demasiado grueso, de jamón serrano.
Se suceden los días entre el trabajo rutinario y el deseo de que llegue la noche para el encuentro en la semipenumbra, para las confidencias y los placeres siempre renovados.
No sabría decir cómo y cuándo comenzó el hastío; cuándo dejaron de parecerle gratificantes aquellos fines de semana de desayunos demasiado abundantes en el balcón, de siestas que se prolongaban hasta el anochecer, de los repetidos intentos de goce en la penumbra que ya no deseaba y que llegaron a producirle una cierta sensación de náusea.
Sabe disimular, pero llega el momento en que es necesaria la huida. Aparecen, entonces, multiplicadas reuniones de trabajo, invitaciones de aquellos parientes tan convencionales a los que ocultaban su relación, los viajes, las disculpas del cansancio.
Tiene la certeza de que todo es una crisis pasajera; justifica sus actos como algo imprescindible para reafirmar su supuesta libertad y no llegar a sentir odio por la renuncia. Sabe que domina la situación, que es la parte fuerte, y por eso dilata el momento del regreso.
Empiezan las preguntas, las frases hirientes, los reproches. “Un día no vas a encontrarme”, le dijo.
Era una amenaza sin fundamento. Sabe de su dependencia, de su entrega por encima de todas las traiciones. Es demasiado débil.
Ahora, de golpe, todo ha cambiado y no habrá posibilidad de regreso. Aquella carta es lo suficientemente clara y terminante.
Se marcha fuera de la isla; no le dice dónde, sólo que es definitivo, que, al final, ha acabado por entender y pretende ser consecuente. Le agradece los buenos tiempos pasados… “No te preocupes por mí. Estaré bien. Ah, se me olvidaba: puedes vender el piso; será lo mejor. Sé que nunca te gustó demasiado… Adiós”.
Y la firma ilegible de siempre, con su complicada rúbrica de círculos y líneas que se cruzan.
Anochece. Las luces de neón de los bares de la avenida anuncian el próximo bullicio. Los tres únicos barcos fondeados aquel fin de semana en el muelle se iluminan de forma inusual. Mira el calendario, es 11 de octubre. Se sienta en el balcón con la mirada perdida en las viejas chimeneas. Tiene la carta en la mano y juguetea con ella. Baja la vista hacia el papel. Está demasiado oscuro para leerla de nuevo. De todas formas no hace falta. Todo está allí, en su cabeza: cada palabra, cada frase pretendidamente reconciliadora que se clava como un reproche agudo, hiriente. No hay sarcasmo, solo una sinceridad doliente que aplasta sus más firmes creencias. Siente toda la soledad y el vacío de la noche sobre sus hombros y sabe que siempre será así, a partir de hoy.
Permanece allí hasta que la primera claridad se anuncia, difusa, sobre el puerto y vuelve el intenso olor a mar… Se levanta y, por primera y última vez, piensa que, al fin y al cabo, había sido una buena idea comprar aquel séptimo piso.
Autora: Cecilia Domínguez Luis (extraído de Cuentos de la Atlántida, antología del cuento canario actual).